Cuestión de pendientes

La función más elemental de la arquitectura siempre ha sido la de generar un entorno en el que el ser humano pueda refugiarse de agresiones externas, ya sean naturales, o en el peor caso, también humanas. En lo tocante a las cubiertas, además de ser parte fundamental del cerramiento, esa defensa se centra sobre todo en evitar el agua y la nieve, y desde el principio de los tiempos esto se hizo permitiendo una escorrentía controlada hacia el exterior, usando para ello la inclinación de la techumbre.

Decidir la magnitud de dicha inclinación siempre fue un problema principal e inherente a la arquitectura, y nunca se dejaba al libre albedrío, puesto que estaba íntimamente ligada a la solución constructiva de todo el edificio. Tres factores fundamentales a la hora de decidir esa solución, eran el lugar, el clima y los materiales disponibles, primando sobre todos ellos la madera. En definitiva, todos los condicionantes que daban lugar a una determinada armadura podían englobarse dentro de la ubicación geográfica del territorio.

Resulta curioso observar la relación que muchas veces une la latitud -y también en buena medida la altitud- de un lugar con las pendientes de cubierta más habituales en dicha zona. Así, tanto la tradición constructiva nórdica como la centroeuropea no les temen en absoluto a grandes pendientes que pueden variar entre 45 y 60 grados, mientras que al norte del Mediterráneo, si bien existe una gran variedad, los ángulos se moderan, acercándose al entorno de los 30 grados, o incluso inferiores -acordémonos de los templos griegos-. Al sur, ya en África, la práctica ausencia de lluvias provoca que lo más habitual sea una terraza horizontal con la inclinación imprescindible para eventuales evacuaciones.

No obstante, no son la lluvia y la nieve las únicas que dictan la inclinación de la cubierta, ya que a medida que esta se va haciendo más escarpada, el viento ejerce un empuje que aumenta de forma exponencial, y la estructura se va complicando sin remedio para poder resistirlo. En caso de un clima lluvioso, si bien podría escogerse una pendiente elevada por su capacidad de evacuación, como contrapartida habría que tener en cuenta el efecto desestabilizador del viento, y el coste que supondría reforzar la armadura frente a este, lo cual pone límites técnicos y económicos al ángulo de la cubierta.

Grandes ejemplos (y nunca mejor dicho) los tenemos en bastantes catedrales y palacios europeos cuyas inclinadísimas techumbres se hicieron posibles gracias a estructuras de enorme complejidad y contenido de madera, que a buen seguro absorbieron una importante parte del presupuesto de toda la construcción. Por lo general, las armaduras de este tipo necesariamente tenían que disponer de más de un orden de elementos horizontales intermedios, equivalentes a nuestros nudillos, para la distribución de esfuerzos, que de otra forma se concentrarían en determinadas uniones, haciendo volar todo el conjunto en caso de vendaval. Además, el peso propio juega a favor de la estabilidad, puesto que se opone al empuje, con lo cual, estas armaduras tenían elementos de grandes escuadrías y estaban arriostradas hasta la saciedad.

En España, siendo menos proclives a pendientes exageradas, tanto por clima como por tradición constructiva, no obstante sí contamos con armaduras cercanas a los 45 grados, y son precisamente algunas de las más antiguas que conservamos, como pueda ser la Sinagoga del Tránsito en Toledo. Sin embargo, lo que de verdad abunda en nuestro país de parte a parte es la armadura de par y nudillo, teniendo muchas de ellas la pendiente correspondiente al cartabón de 5, es decir 36 grados de inclinación. Esto se debe a que después del siglo XVI, cuando ya hacía más de un siglo que se había generalizado la lacería, la nomenclatura de los cartabones de lazo se usó también para los de armadura, y el que más se aproximaba a la pendiente óptima era precisamente el de 5, usado para hacer ruedas de 10. Tampoco perdamos de vista que a veces la propia lacería imponía determinadas pendientes para no romper el trazado, como en las ochavadas de lazo lefe, con sus característicos 38,33 grados.

No quiere esto decir que no hubiese otra forma de establecer pendientes. Por ejemplo yo me he encontrado numerosas cubiertas antiguas que superan ligeramente los 33 grados, y es muy probable que sea algo heredado de la forma de medir las pendientes en la Europa atlántica desde tiempo inmemorial: el pitch, o relación entre una longitud horizontal dividida en 12 unidades y una vertical en correspondencia. Cuando dicha relación es de 8 sobre 12 (⅓ pitch), el ángulo de cubierta es exactamente 33,68 grados. Hoy en día en los países anglosajones esta forma de medir pendientes se sigue utilizando, y de hecho los cartabones que aún se usan (en realidad son escuadras regladas, como la famosa Stanley) están diseñados específicamente para ello, mientras que en la Europa continental ahora suele usarse la pendiente en porcentaje (uds. ascenso / uds. avance x 100). Es obvio que los cartabones que se usaban aquí, y las escuadras de carpintero que aún se usan allí, son en realidad un mismo instrumento, que en nuestro caso evolucionó para usos más específicos de trazado y corte.

En cualquier caso, las pendientes habituales son muy parecidas, y se solucionan en su mayor parte mediante la estructura de par y nudillo, con la inestimable ayuda de los tirantes. Porque he ahí el quid de la cuestión: si bien las cubiertas muy inclinadas adolecen de inestabilidad frente al viento, las que son menos pronunciadas tienden a crear fuertes empujes horizontales sobre los muros que les sirven de apoyo. Para garantizar la estabilidad de la armadura, dichos empujes deben ser neutralizados mediante el uso de grandes piezas transversales que logren contrarrestarlos por tracción, y de ahí el sistema que se estandarizó por toda España. A partir del siglo XIX también se extendió el uso de las cerchas con correas, que resuelven los empujes de manera eficaz.

Este sistema tampoco es ni mucho menos patrimonio exclusivamente español. Por ejemplo en Alemania cuentan con un tipo de armadura de curioso nombre: Kehlbalkendach, cuya traducción literal sería “techumbre de vigas con garganta” en clara referencia a la entalladura que es necesario hacer para que ensamble el nudillo con el par. Sus semejanzas con nuestro par y nudillo son más que notorias. Rastrear ese posible origen estructural común del par y nudillo y la Kehlbalkendach es un tema arduo y complicado debido a la casi total ausencia de restos de cubiertas anteriores al siglo XIII, por no hablar ya de tiempos todavía más lejanos. Lo que parece claro es que si antiguamente aquí era más normal encontrar armaduras de gran pendiente, y en centroeuropa existían antecedentes semejantes al par y nudillo -y además muy inclinados-, es muy probable que el origen de ambas carpinterías sea común.

En conclusión, las pendientes de las cubiertas se eligen en función de la climatología, y para ello se desarrollan tipos de armadura que permitan dicha inclinación. Si tiende a ser baja, los empujes serán muy importantes, necesitando tirantes que los contrarresten, y si es elevada, la vulnerabilidad frente al viento hará imprescindible que la armadura esté reforzada por diferentes elementos interiores, dispuestos en direcciones horizontales y oblícuas. Como el clima y el lugar son inseparables, las soluciones constructivas y las pendientes más habituales suelen ser características arquitectónicas del territorio.

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